“Aún quedan en Trinidad majestuosos palacios, testimonios
vives, irrecusables, de su marchite poderío. Y, parejamente -¿por qué no
decirlo?- de su vanidad desorbitada. Porque Trinidad, rica entre las más ricas
ciudades de Cuba, ha sido, indubitablemente, la más jactanciosa Díganlo, si no,
estas propias piedras vetustas, estos seculares caserones que asombra encontrar
aquí, porque exigían otro escenario más en contacto con el mundo. Algunos de
ellos, acaso los más hermosos, no fueron creados si no a impulses de la
vanidad. Vanidad de grandes hidalgos que, para hacerla rival de la Habana,
enriquecen a Trinidad con mansiones de fausto imponderable. Vanidad arrogante
de Den Juan Guillermo Bécquer, que planea para su palacio un pavimento de
monedas áureas, porque así demostrará que su caudal no ha mermado. Vanidad
ilustre de Don José Mariano Borrell y de Don Justo Cantero, hombres de guste,
espíritus depurados, que para decorar sus salones importan artistas
extranjeros. Vanidad pueril de un Iznaga que, para humillar la de un hermano,
levanta una torre magnífica, lírico penacho de la arquitectura colonial, que
aún guarda intacta su belleza. ¿Dónde, en qué parte no hay un vestigio, un
rastro de la antigua vanidad trinitaria? Esas monumentales lunas venecianas
auténticas, esas fastuosas lámparas de bronce, esas cómodas de caoba, esos
finos guardabrisas de cristal grabado, esos fruteros de Bacarat, esas valiosas
porcelanas de Sevres, guardadas en innumerables residencias, ¿qué son, sino
otros tantos signos de la vanidad? Incluso en la ausencia, no ya de un gran
mercado, sino hasta de un edificio comercial mediocre, se advierte un rasgo de
vanidad: la criolla vanidad de antaño que, por reputarlas de baja condición,
desdeñaba las tareas del comercio.
“Loada sea, pues, la vanidad de los trinitarios, ya que,
merced a ella, la presente generación admira joyas arquitectónicas que, de otro
modo, no hubieran existido. Porque precisa recordar, en efecto, que Trinidad,
dada su situación geográfica, permanecía enconchada en sí misma. Y nunca fue
mimada, además, por la protección oficial. Ni una sola fábrica digna de ser
recordada edificó el gobierno, que hasta para empedrar las calles exprimió la
bolsa de los trinitarios. Y las órdenes religiosas, tan llenas de fervor
constructivo en otros lugares, no dejaron, con excepción de la Iglesia de
Trinidad, sino anémicos, precarios testigos de su acción. Su tesoro
arquitectónico lo debe la ciudad íntegramente a sí misma, al genio de la
iniciativa privada, a la vanidad de la población civil.
II
“Transponer los umbrales de un palacio, en Trinidad,
equivale a pisar las lindes de la leyenda. Patinados de moho, roídos por la
roña, con las paredes como leprosas plagadas de desconchados; cayéndose a
pedazos, desmoronándose poco a poco muchos de ellos, producen, no obstante, una
emocionada impresión de grandeza. Así, éste de Don José Mariano Borrell y
Lemus. Marques de Guáimaro, que es el primero que visito. Una puerta amplísima,
con dos preciosas ventanas de hierro a cada lado, da acceso a la sala
principal, pavimentada, en forma de tablero de ajedrez, con losas de mármol a
dos colores: negras y blancas. Las paredes de la sala han sido enjalbegadas. Y
en algunos sitios, al desprenderse la capa de cal reciente, han quedado al
desnudo armónicas grecas bicromáticas, residuos tal vez del primitivo decorado.
Viene después otro espacioso salón, que debió ser antaño el comedor. Hay en la
atmósfera un rancio olor a senectud. Y en dos amplios testeros, sendas pinturas
que, a despecho de los años, perduran incólumes. Una representa un curioso
paisaje, tratado en tonos sombríos, en una explotación del claro-oscuro. Y la
otra reproduce una arcada de la que fue casa de vivienda del ingenio Guáimaro,
propiedad también de Don José Mariano Borrell. Cuenta la tradición que ambas
pinturas son obras de un artista italiano, famoso en su época, cuyo nombre, sin
embargo, nadie ha podido citarme. El resto del palacio yace sumido en lúgubre
abandono. El patio, donde aún se yergue el brocal de la cisterna primitiva,
está destrozado. Y destrozados están, parejamente, los aposentos anchurosos,
cavados y vueltos a cavar por los buscadores de tesoros ocultos.
“En torno al palacio de Borrell florecen leyendas trágicas.
Y, al representarse mentalmente a su primitivo propietario, se siente uno
inclinado a concederles crédito, incluso a las más increíbles. Su retrato,
guardado en un medallón de caoba y cristal, cuelga de una pared, como único
adorno de la sala vacía. Hombre de alta estatura, probablemente; con la frente
de singular amplitud, los ojos grandes y despejados, muy ancho el arco
cigomático y en todas las líneas del rostro un sello de apretada energía, Don
José Mariano Borrell y Lemus, Marqués de Guáimaro, debió tener el porte de un
pirata y la audacia de un conquistador. Empero...
“He aquí un episodio relevante de su vida. Regresaba cierta
noche de su ingenio, cuando, en el silencio del camino se oyó la detonación de
una escopeta. El Marqués de Guáimaro sintiose herido. No se amilanó, sin
embargo, y, disparando la pistola que portaba, logró, hiriéndolo en una pierna,
detener a su agresor. Era un esclavo de su propia dotación Don Mariano Borrell
lo condujo a Trinidad y, a presencia de un amigo, persona de prestigio e
irreprochable solvencia moral, lo instó a que hiciese confesión de su delito.
Y, sobre todo, a que dijese quién había ordenado la agresión. El siervo,
obstinado, se negaba a hablar. Y más obstinado aún, con terquedad
inquebrantable, Don Mariano Borrell lo urgía para que confesase. Y mientras
tanto, se desangraba por cinco heridas que tenía en el cuerpo. El amigo, que lo
veía desfallecer bajo la camisa ensangrentada, le rogó que se dejase curar.
Pero Don Mariano Borrell, indiferente al dolor, desdeñoso de la vida que se le
escapaba en chorros de púrpura caliente, insistió en que, ante todo, era
menester descubrir a los responsables del complot. Y al cabo supo la verdad
terrible: su propia esposa, con la complicidad acaso del primogénito de ambos,
había dispuesto el asesinato.
“Añade la versión popular del episodio que Don Mariano
Borrell, espantado ante tanta maldad, enterró cuanto dinero poseía, 'porque si
el oro declaró es tan malo que hace a una mujer desear la muerte de su esposo y
a un hijo la de su padre, debe volver a la tierra de donde salió'. Y, para darle
castigo a su esposa, dispuso la construcción de una jaula de hierro, donde hubo
de mantenerla hasta el término de sus días.
“El final de la historia, sin embargo, es otro. Merced a la
bondad del señor Isidoro González, actual propietario del palacio, me fue dable
leer el testamento de Don Mariano Borrell. Y es cierto que el sombrío drama se
descubre en algunas secas líneas de ese documento. Cierto es que Don Mariano
Borrell confiesa: 'Estoy moralmente convencido hasta la evidencia de que ella
(Doña María Concepción Villafaña, su esposa), ha sido la persona que el sábado
16 de febrero de 1861 me mandó a asesinar de un tiro de arma de fuego'. Cierto
es, igualmente, que, después de haberlo abandonado, Don Mariano Borrell hizo
gestiones para que su esposa regresase al hogar que había mancillado. 'Desde
enero de 1860 -explica- se marchó de mi casca: y aunque traté de atraerla lo
rehusó, siendo el motivo de ello su mal comportamiento'. Pero también es cierto
que no hubo de perseguirla ni acusarla en vida. Y solamente en el instante de
la agonía declara la verdad. Y esto, para evitar males mayores, ya que no
quiere que sea tutora de sus hijos, 'porque temo que pueda asesinarlos para
heredarlos'.
“Véase, pues, cómo el hombre de rostro enérgico, que debió
tener un porte de pirata, poseía, en realidad, un tierno corazón de borrego. La
tradición, empero, se obstina en mostrarlo duro, espinoso de crueldad,
vengativo. Y pues que, por venganza, hubo de enterrarlo, la gente insiste en
buscar su tesoro, que nunca aparece.”
“Palacio y Leyenda de Borrell” en el libro “Días deTrinidad” por Enrique Serpa editado en 1939 y dedicado A Fernando Campoamor.
Para planificar su viaje a Trinidad solo tiene que visitar cubatoptravel.com
“Palacio y Leyenda de Borrell” en el libro “Días deTrinidad” por Enrique Serpa editado en 1939 y dedicado A Fernando Campoamor.
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