“Y he aquí ahora el Palacio de Brunet, que se diría alzado como un reto contra la devastación de los años. Macizo y cuadrado, con una pesadez de monte de piedra, llena casi una manzana, colindante con lo que fue antaño 'La Placita', 'La Plaza de Serrano' más tarde y ostenta hogaño el nombre de Martí. Su pesada estructura es una disonancia junto al parque discreto, que adornan humildes canteros de flores, envergados a la moda antigua, y macetas de terracota. Y disuena más todavía frente a la iglesia de la Santísima Trinidad, con la que pugna en violento contraste. Aunque acaso, en verdad, era menester su presencia para la hermosura integral del conjunto. El templo, con su fachada en ángulo, con sus líneas oblicuas, sugiere la gracia evangélica de un impulso que se remonta. Y el Palacio Brunet, en cambio, traduce la fortaleza de un cíclope que, con los brazos cruzados, afinca sus plantas en la tierra. Sus arcos monumentales, de un metro de espesor, le otorgan una apariencia de indecible majestad. Y sus columnas, que dos hombres no logran abarcar, imponen. Aquí no hay gracia, ni coquetería, ni frivolidad, sino grandeza. Hay grandeza en sus puertas enormes, de caoba, y en sus ventanas gigantescas, y en el grosor de su viguerío, que representa la tala de un bosque centenario, Y hasta su balcón bellísimo, maravilloso encaje de hierro que en otro lugar parecería leve, adquiero, por contagio, un agobiante viso de grandeza.
“Leyenda de la Madre Desolada” en el libro “Días de Trinidad” por Enrique Serpa editadoen 1939.
Frente a la Plaza Mayor —que por muchos años fue parque de
Martí, luego de ser Plaza de Serrano— se alza la iglesia parroquial de la
Santísima Trinidad, edificio enorme y de muy poca gracia consagrado a fines del
siglo XIX, cuyo atrio, que se proyecta hacia la calle, siempre me pareció
insolente y digno de demolición. Es uno de los mayores templos del país, pero
el dinero no alcanzó para hacerle las torres, cuyas bases siguen a la espera de
ser terminadas. De esta iglesia salían las procesiones que, por el tiempo en
que yo nací, ya hacía mucho constituían el primer foco de atracción turística
de la ciudad.
Sobre esa plaza, que tanto aparece en los libros cubanos, se
alza también el llamado Palacio Brunet, morada del conde de ese apellido.
Brunet fue lo más cercano a un filántropo entre nuestros patricios locales
(dueño también de un gran teatro que llevaba su nombre y que hace mucho yace en
ruinas). Estaba casado con Ángela Borrell y Lemus (hermana de Don Mariano) y
tía de Antonia Domínguez de Guevara y Borrell, condesa de San Antonio, la
criolla que llegaría más lejos en la corte española por haberse casado con
Francisco Serrano, el duque de la Torre, que alguna vez fue regente de la
Corona. Cuando Serrano fue enviado a Cuba como Capitán General, en 1859,
Gertrudis Gómez de Avellaneda vino en su corte, y es de esa época un poema
suyo, en ocasión del onomástico de Antonia, sobrado de cursilería y adulación.
Sin embargo, para nosotros en Trinidad, más de un siglo después, la ilustre
mujer de Serrano seguía siendo todavía “La Condesita”, la linda muchacha que
alguna vez adornó los salones locales antes de que un afortunado matrimonio la
propulsara a la grandeza.
Un artículo de Vicente Echerry, Publicado en www.penultimosdias.com
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El palacio de Brunet, Trinidad de Cuba, anécdotas.
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