Hacia 1827, los ingenios de la jurisdicción de Trinidad
alcanzan notables cifras de producción lo que propicia intervenciones urbanas trascendentes,
como lo fueron el impulso del empedrado de las calles y la fabricación de
imponentes edificios, justamente calificados de palacios.
Hasta entonces, las viviendas de la población eran predominantemente de un solo piso y si llegaban a dos, caso de la morada de Ortiz, por ejemplo, construida entre 1800 y 1809 en uno de los costados de la plaza de la iglesia Parroquial, devenida posteriormente en la Mayor, no sobresalían exageradamente en comparación con el contexto urbano y arquitectónico, así como los primeros edificios de dos plantas entre los que se encuentran el desaparecido Cabildo en Real del Jigüe y Boca, la tienda esquinera de Gloria esquina Boca, los de la calle de la Amargura, el de Malibrán, el llamado palacio de Brunet construido por José Mariano Borrell y otros, primicias arquitectónicas que adelantan el franco esplendor urbano del periodo comprendido entre 1825 y 1840.
Hasta entonces, y valga la redundancia, las casas
trinitarias eran de muy modesta factura. Al ámbito de la sala, custodiado por
una o dos alcobas, le seguía el del comedor, al que se accedía por un arco de
mediopunto, lobulado o mixtilíneo, del que pendía el farol que iluminaba ambos
espacios. En el eje de las alcobas, las correspondientes recámaras. A
continuación, un colgadizo. Por excepción, las viviendas contaban con uno o dos
martillos prolongados hasta el fondo del solar. La cocina se situaba en un
colgadizo construido en el patio, comúnmente sin conexión con el área
delantera. El patio de tierra, sin pavimentar. Este esquema simple,
consustancial a la vivienda temprana, se mantuvo por mucho tiempo en las villas
primitivas del interior del país y, en algunas como en Camaguey, no fue
abandonado durante el periodo colonial.
Sin embargo, en Trinidad se apunta desde muy temprano —tan
temprano como lo fuera la construcción del palacio Iznaga, terminado en 1826—
una sustancial transformación de la casa criolla señalada con asombro por todos
los que visitaron la ciudad, pues era notable la diferencia con respecto a las
viviendas de La Habana, cuyos esquemas planimetricos apenas tienen relación con
los de moradas de las villas del interior del país o con los de las dichas en
las que, como ya hemos indicado, las cosas se mantuvieron sin cambios hasta
bien avanzado el siglo XIX. En palabras del norteamericano Samuel Hazard la
novedad consistía en que:
Las casas de Trinidad se diferencian de las de la Habana en
que no tienen paredes medianeras que separan el comedor del salón, pero en su
lugar hay generalmente unos arcos abiertos de piedra que, separando de cierta
manera los distintos departamentos contribuyen a una mayor belleza y comodidad,
por permitir la libre circulación del aire, a la vez que ofrecen una mas
encantadora perspectiva los suelos de mármol blanco, las pulidas arcadas y los
ricos muebles de las habitaciones.
En efecto, la construcción de arcos de mediopunto en el muro
que antaño dividía la sala del comedor originaron la principal transformación a
reconocer en la parte delantera de la casa cubana colonial: el comedor se
desplazó hacia las galerías —aparece en su lugar un nuevo espacio: la saleta— y
sala y saleta, comunicadas por los grandes arcos, dieron lugar a un gran salón
de recibo. Transformación pronto asumida por otras de las villas primitivas y
por las ciudades de nueva fundación. La explicación de la procedencia de esta
transformación espacial queda para otro artículo. Excedería el espacio
disponible. Valga solo subrayar el hecho que sitúa al palacio Iznaga en el
punto de partida de los cambios operados en la casa cubana tradicional durante
el siglo XIX, lo que no es poca cosa, pues es el último y el de mayor
significación sociocultural.
El palacio Iznaga, innovador en todos los aspectos, fue uno
de los primeros en utilizar el nuevo tipo de alero que habría de imponerse en
la región central durante la primera mitad del siglo xix: el llamado en gola,
cuyo primer exponente fuera el de la casa demolida del norteamericano Robert
Steward, terminada un aňo antes y fabricada en la calle de la Gloria en el
solar que hoy se utiliza como área de parqueo de la terminal de ómnibus. Fue
Iznaga uno de los primeros edificios en utilizar el hierro para protección de
ventanas y balcones. Pionero también en adoptar esa bella solución también
venida con el nuevo siglo, casi trinitaria por su reiteración, de las persianas
en abanico para proteger la galería-comedor de los ardores del sol tropical.
Del mismo modo, fue uno de los más importantes modelos de la transformación
decorativa que se advierte en los tirantes de techos, donde se abandonan las
lacerías y se imponen tablones lisos con plafones de clásico diseño.
Fue también ejemplo del extendido uso de las guarniciones de madera rodeando los vanos principales. Es, además, el edificio doméstico más alto del país — más de 14 metros de puntal a la cumbrera—, inmensa mole que rematada en torre mirador, daba fe de la alta jerarquía social de sus dueños.
Fue también ejemplo del extendido uso de las guarniciones de madera rodeando los vanos principales. Es, además, el edificio doméstico más alto del país — más de 14 metros de puntal a la cumbrera—, inmensa mole que rematada en torre mirador, daba fe de la alta jerarquía social de sus dueños.
El palacio espera apremiantemente por su imprescindible
restauración, pues su pérdida representaría una catástrofe cultural dado su valor
como eslabón en el proceso de evolución de la casa cubana, el lugar que ocupa
en la composición urbana de una ciudad hoy considerada Patrimonio de la
Humanidad y su insustituible connotación de símbolo de la opulencia de la
villa.
Por: Alicia García Santana
Nota: Esta magnífica edificación se rehabilitará y será un pequeño hotel.
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